YO PRESIDENTE


Breve post. Ayer vi Yo Presidente (2006) de la dupla Cohen-Duprat. Son los mismos de la muy buena El Hombre de al lado (2010) que en este blog ya reseñamos y leímos. Me habían hablado bien de la peli. Me habían dicho que “los deja a todos como boludos”. Cuando vi que la producción general era de Luis Majul empecé a dudar. Pero como Cuevana es el mejor invento de la década ’00 y sale gratis (youtube killed the mtv) y la película dura apenas una horita y pico, me abrí una cervecita, le eché limón y me la puse a ver.

¿Qué podemos decir? Se tratan de todos los ex presidentes de la democracia hasta Néstor Kirchner, que se salva por un año, por estar todavía en ejercicio del poder. Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Fernando De La Rúa, la tríada del desastre Puerta / Rodríguez Saa / Camaño y, finalmente, el pescador de tiburones que mató la convertibilidad, Eduardo Duhalde. Y es cierto que “los deja a todos como boludos”. Lo que hacen Cohen-Duprat es una operación bastante sencilla pero efectiva de mostrar el backstage de una película que jamás vamos a ver, la que supuestamente se está filmando, para la cual los ex presidentes argentinos dan testimonio.

Entonces, por ejemplo, filman cuando le piden a Raúl Alfonsín que se pare en medio de la sala para hacer unas tomas. El chiste es que en un documental correcto y bienintencionado esas tomas después se editan, son flashes, separadores, circunstancias menores. En el caso de Yo Presidente, te muestran 5 minutos del ex presidente, ya anciano y en pose ridícula, ahí, parado, sin hacer nada. El sonido es el del ambiente. Cada tanto aparece una toma ínfima a su secretario privado, espiando detrás de una puerta, con cara de intuir que están haciendo quedar a su jefe como un boludo. Es necesaria y sencillamente grotesco. El truco es que realmente nadie podría superar esa prueba con gracia, estar cinco minutos parado sin decir nada, sonriendo para la cámara, con un mínimo de onda. Ni yo, ni vos. Por ahí sí Alan Faena, pero nada más que Alan Faena. Ese truco se olvida, aparece borroneado por la circunstancia de que de quienes los directores se burlan fueron presidentes de la Nación, es decir, una figura pública que se supone concentra la mayor cantidad de poder político posible. Es el código secreto entre los directores y el espectador que sostiene toda la película: simplemente olvidar voluntariamente que 5 minutos delante de una cámara con un encuadre vanguardista y en sonido de ambiente hace quedar a cualquiera como a un boludo, no solo a un ex presidente.

Lo que sí está bueno es que antes de que cada presidente aparezca en pantalla hay una escena de un perro, caracterizado. Este gesto mínimo y en apariencia circunstancial encadena el relato y lo condiciona. Así, Raúl Alfonsín es un perro cagando; la primera presidencia de Menem son dos perros cogiendo; la segunda presidencia de Menem es un perro al que le falta una pata y avanza con dificultad. El de Fernando De La Rúa, previsiblemente, es un perro durmiendo. El de Puerta: un perro persiguiéndose la cola. El de Rodríguez Saa, un perro que sale corriendo asustado por un bocinazo. El de Duhalde es un ovejero ladrando desencajado, el perro malo. Finalmente, el de Néstor es un perro feliz, moviendo la cola, lo que nos hace pensar que quizás el ex presidente entre el 2003 y el 2007 hubiese salido indemne de la operación malintencionada de los directores, aunque ya no lo podremos saber lamentablemente.

En fin, no es que sea presa de una indignación católica por la manera en que Yo Presidente mansilla una investidura sagrada. En ninguno de los casos los protagonistas de este documental recontraoperado tienen mi simpatía. Pero sí me pareció que es un mojón importante de una herencia ya muerta (o no tanto) de frivolidad política. Fogonear los muertos que cada gobierno dejó atrás como saldo, forma parte de ese ciclo, porque básicamente el documental es: escenas de ex presidentes cayendo una y otra vez en el ridículo mixeadas con escenas de muertos, explosiones y actos de corrupción prominentes. Foucault dice que en muchos líderes occidentales del siglo XX el grotesco era una condición muy presente, que los caracterizaba. Quizás en el modo de vestir, en la manera de hablar, en su relación con las mujeres, la torpeza motriz, la indigencia individual o en la inutilidad con que desempeñaron sus cargos. Esto, lejos de “descoronar” simbólicamente al portador de la corona –lo que imagino quisieron hacer Cohen-Duprat– tendió históricamente a realzar la inevitabilidad del poder. Un líder grotesco y ruidoso, se diría, es más arbitrario, más inevitable y más poderoso que uno mesurado, correcto y expeditivo. La producción de Luis Majul probablemente haya servido para que los ex presidentes que prestaron testimonio confiasen en la dupla de jóvenes directores que los convocaran. Los jóvenes directores, cargando prejuicios heredados, hicieron una película simple y engañosa que, sin embargo, no deja de estar buena porque tiene un momento de verdad inevitable que es que los que nos gobiernan no son personas ni más ni menos ridículas que el resto de nosotros.

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